viernes, 18 de febrero de 2011

La espera

Como cada día y tras tomar su primer café, largo y con dos azucarillos, se dispuso camino de la estación. Hacía años que iba a trabajar en tren y siempre, cada mañana, veía los mismos rostros: caras perezosas, somnolientas, caras simpáticas, tristes, sombras de individuos que se dirigían como él hacia aquel andén, esperando que les llegará su turno.


Casi por inercia, siempre solía saludar a las mismas personas e incluso aquel día echó en falta a aquella mujer dicharachera que rozaba los cincuenta años y que siempre le fastidiaba su ratito de siesta durante el trayecto puesto que a diario tenía preparado un tema de conversación. Pero sin duda, aunque todavía no lo sabía aquel día algo iba a cambiar para siempre. Pronto lo descubriría.


A lo lejos, sobre la parte izquierda de la escalera principal pudo vislumbrar a una chica de rostro melancólico y sonrisa triste. No sabía quién era pero desde ese momento todos y cada uno de los siguientes días aquella chica aparecía por la estación y la llenaba de una luz especial, incluso aquellos rincones más inhóspitos. Era una mujer joven y no especialmente guapa, sin embargo otros rasgos destacaban en ella, una aureola de misterio, una expresión en su mirada que a los viandantes asustaba pero que a él le encantaba. Su sonrisa tenía un rasgo peculiar. Era una sonrisa personal, íntima, una media sonrisa que encerraba una tristeza profunda. Cada día cuando ella aparecía bajando la escalera principal él siempre analizaba aquella sonrisa pensando en los sueños que aquella chica quizá había dejado en el camino, ilusiones rotas, promesas quebradas y dolor perpetúo.


Sin embargo, lo más llamativo de aquella chica era que nunca saludó a nadie, nunca emprendió una conversación con nadie y siempre se quedaba sentada en el mismo banco oxidado, aquel banco situado en ese lugar estratégico que le permitía tener clavados sus grandes ojos negros en la vía principal.


Con su mirada fija hacia el infinito, la gente se la quedaba mirando y cuchicheaba sobre ella, sobre su andrajoso vestido verde y sus sandalias romanas rotas por la tira central, lo que le ocasionaba que muchas veces al caminar perdiera la sandalia y su pie se quedara rozando el suelo. Creía pasar desapercibida pero no era así. Lo que ocurría es que todo el mundo la miraba a través de su rostro y de su aspecto pero no a través de sus ojos. Tan sólo él fue capaz de mirarla a los ojos y ella, con su mágico esplendor supo contenerle la mirada. Sin embargo, ella nunca pronunció ningún sonido, ni una sola palabra, él tampoco la forzó y de la misma manera nunca emitió vocablo alguno pero sus ojos se encargaron de hablarle, sus ojos fueron capaces de entablar una conversación en la que tan sólo él y ella eran partícipes.


“¿Qué le habrán hecho a esta chica?“. Un escalofrío recorrió su ser tan solo de observar lo que aquellos ojos cansados y tristes eran capaces de transmitirle. Todos la criticaban y decían que estaba loca, que llevaba meses con la misma indumentaria, que reía sola y que siempre realizaba los mismos actos. Todos se limitaban a eso, a criticar, a cuchichear, sin embargo nunca se detuvieron a mirarla como él lo había hecho y por ese mismo hecho, sólo él pudo ver más allá y pudo reconocer cómo a través de esos ojos se escondía una historia. Una historia de amor, de pasión y deseo, una historia feliz y desgraciada, una historia de una vida que había tenido en sus manos y que la había dejado esfumar por caprichos del destino, por orgullo, por desidia, por el miedo a rectificar, a decir “lo siento”.


Una historia que había comenzado en una estación de tren y que de la misma manera allí tenía que terminar. Por eso, durante tanto tiempo aquella chica se encaminaba a aquel lugar, esperando encontrar el valor día a día. Por eso una mañana cuando él se volvió para buscarla ya no estaba. Había llegado su tren. Después de muchos meses ese tren sin destino había llegado y tan solo un trozo de papel arrugado y vertido en lágrimas se sujetaba entre los hierros del viejo banco oxidado.


Nada más toparse con el papel supo que esa carta era para él, ella también supo que él la entendería sin apenas leerla. Es por eso que a día de hoy todavía no ha sido capaz de leerla ni tampoco lo ha necesitado puesto que sin necesidad de ello ha comprendido lo que aquellos ojos cansados querían decirle, lo que aquella sonrisa cubierta de nostalgia quería demostrarle. "Todos tenemos nuestro momento, nuestra historia que debemos construir y alimentarla. Una historia de la que solo nosotros somos dueños y nadie debe destruirla". Quizá luego sea tarde, quizá luego el tren que nos encontremos no es capaz de llevarnos a nuestro lugar deseado y solo es capaz de llevarnos a un lugar sin retorno. Para ella por supuesto que ya era demasiado tarde, para él aún quedaba mucho camino por delante.

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