viernes, 26 de diciembre de 2014

Disfrazando la navidad


Llevaba más de nueve días alimentándome de envases que llegaban hasta mí. Por la noche arrancaba las etiquetas pensando en Iris, pues ella era muy temerosa y bastaba con saber que el yogur era de días atrás, para que irremediablemente enfermara. Yo tenía que cuidarla. Todos los días, papá seguía una rutina ingrata y tediosa recorriendo toda la ciudad, buscando lo no encontrado, anhelando aquello que un día tuvo. A veces lo notaba muy triste aunque sé que él se bebía la mayor parte de sus lágrimas. Sin embargo, dos años y medio habían causado mella en él y estaban acabando con aquello que los mayores llamaban autoestima. Por la noche, papá se sentaba con nosotros y nos contaba historias, a veces leídas, otras inventadas, pero siempre centradas en el amor y en la lealtad. Por ello, a pesar de mi corta edad, sabía lo que significaban esas palabras, más aún desde que tuvo que vender la televisión y nuestro mundo se centró en el aprendizaje de la lucha diaria, de las relaciones humanas alejadas del despilfarro inútil o de los regalos absurdos, “cáscaras vacías” como las llamaba papá, fiestas que en realidad no celebraban nada, tan sólo una aparente felicidad.

Detalles navideños

Se acercaba la navidad, las manos mágicas de mamá se perdieron dos años atrás, pero el olor del asado que ella cocinaba lo seguía teniendo presente, y eso me hacía sentir feliz, era como notarla a nuestro lado, como si su sonrisa diaria o su singular forma de arroparme siguieran vivas. Mientras sigo recordando y sintiéndome dichoso por lo que un día tuve, les he pedido a las personas de este lugar en el que ahora me hallo que me traigan una libreta pues necesito comunicarme con mi mundo, el de antes, el de ahora. En una ocasión, papá me dijo: “las cosas que no se cuentan mueren en los corazones” y yo quiero que todo siga vivo y también quiero escribirle a usted, señor Claus. Comenzaré:
                                             
“Estimado señor Claus; hace unas semanas cumplí once años y desde hace algún tiempo ya sé que usted no existe, tan sólo hay personas que durante estos días navideños se disfrazan bajo un traje rojo y unas frondosas barbas blancas intentando hacer más felices a los niños, colmándolos de regalos y caprichos. A mí también vino a visitarme uno como usted hace años aunque creo que ahora ha olvidado mi dirección postal. El hueco de su entrañable visita fue reemplazado por el de un guardia misterioso vestido de negro, un agente que no dibujó ninguna carcajada sonora tan típica de usted, sino que trajo al hogar una invitación para realizar un nuevo viaje, un éxodo sin destino marcado. Esta noticia dejo a papá muy apenado y sin poder articular palabra. Era como si aquel documento hubiese venido acompañado de un doloroso mutismo.

Eran vísperas de nochebuena y a mí me gustaba mirar por la ventana el pestañeo de aquellas luces de colores, claridad que echaba de menos en nuestras paredes. Unos iban, otros venían, cargados de bolsas y grandes paquetes. De repente, no sé qué me pasó pero eché a llorar como un crío. Tal vez tenía demasiada hambre, quizá envidié aquel fantástico coche con el que Adrián jugaba en la calle o simplemente me encapriché de algo ajeno. Ahora me arrepiento señor Claus, pues fue ese instante cuando papá no aguantó verme llorar, desesperado salió corriendo de casa y rompió aquel cristal de la gran galería. Velozmente trajo consigo bastante comida, chocolatinas y velas, llevándose a la habitación una misteriosa bolsa. ¿Lo entiende, señor Claus? Yo fui el único culpable, por haber derramado aquellas lágrimas, por haber dejado salir de mi interior a ese niño que vive en mí.

Ojalá pueda llevar esta carta a mi papá, o mejor aún; ¿es usted juez? ¿puede ayudarme y valorar lo que pasó? Me hicieron creer que en esta vida los malos eran castigados y los buenos premiados, ¿acaso me han engañado? Mi papá es del bando bueno, créame.

Señor Claus
Mi apreciado gordinflón; ¿es usted político? Los políticos hablan mucho y discursean acerca de una vivienda y trabajo digno; ¿acaso no es digno el oficio de ser padre? En ese gran saco de regalos que lleva encima, hay algunos que faltan. Son aquellos que no ocupan espacio físico, aquellos que no se compran pero sí se sienten, aquellos que tenemos que encargarnos de hacerlos crecer día a día. Si usted quiere, mi papá puede enseñarlo.

Mi regordete bonachón, usted que tanto aprecia a los niños; ¿es acaso sacerdote? ¿Podrá perdonar a mi papá aunque haya incumplido uno de los mandamientos? En la iglesia, muchos como usted defienden la unión familiar, predican el amor, la amistad, promulgan buenos deseos y paz para todos. ¿Nosotros no merecemos esa paz? Muchos actos son justificados. ¿Acaso el de la desesperación no entra en su lista?

Mi querido Santa, ya no le retengo más. Allá donde esté, llévele esta carta a mi papá y dígale que prefiero verlo a través de la oscuridad generada por nuestras lámparas de cera y poder sentir su mano, antes que estar rodeado de esta luminosidad del hogar en el que ahora habito. Dígale también que prefiero mi vacío de estómago antes que esta gran comilona ausente de afecto y ternura. Pero sobre todo, dígale que ahora entiendo porque no lo emplean en ningún sitio, que no esté triste, porque su mejor oficio es ser papá y eso, señor Claus, no se compra ni se vende”.



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